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lunes, 25 de abril de 2011

El cerebro inventa el tiempo


"La pregunta plantea una cuestión fundamental sobre la conciencia: ¿cuánto de lo que percibimos existe fuera de nosotros y cuánto es producto de nuestra mente? El tiempo es una dimensión como cualquier otra, fijada y definida hasta sus menores incrementos: milenios a microsegundos, siglos a oscilaciones de cuarzo", afirmó Burkhard Bilger, el autor.


Buena traducción de El Puerco Espin del artículo de Burkhard Bilger en la revista New Yorker:


Cuando David Eagleman tenía ocho años, cayó de un techo y siguió cayendo. O así le pareció (…) Desde entonces, Eagleman ha recopilado cientos de historias como la suya, y casi todas comparten la misma característica: en situaciones de vida o muerte, el tiempo parece aletargarse. Recuerda la sensación claramente, dice. Su cuerpo se precipita hacia adelante mientras el papel de alquitrán se quiebra bajo sus pies. Sus manos se estiran hacia el borde, pero está fuera de alcance. El piso de ladrillos flota allá arriba –unos clavos brillantes están desparramados encima–, mientras su cuerpo gira sin peso sobre el suelo. Es un momento de calma absoluta y espantosa agudeza mental. Pero lo que recuerda mejor es la idea que le llegó en medio de la caída: así se debe haber sentido Alicia cuando iba cayendo por el túnel del conejo.

Eagleman tiene ahora 39 años, y es profesor asistente de neurociencia en el Baylor College of Medicine, en Houston (…) Es un hombre obsesionado por el tiempo. Como director del laboratorio de Baylor, Eagleman ha pasado la última década rastreando los circuitos neuronales y psicológicos de los relojes biológicos del cerebro. Ha tenido la suerte de llegar a su campo de conocimiento al mismo tiempo que los escáners que usan resonancia y permiten a los científicos observar el trabajo del cerebro al pensar. Pero sus mejores resultados han llegado a menudo con alternativas creativas: videojuegos, ilusiones ópticas, desafíos físicos (…)

El cerebro es un cronómetro extraordinariamente capaz para muchos propósitos. Puede mantener la cuenta de segundos, minutos, días y semanas, enciende la alarma en la mañana, a la hora de dormir, en cumpleaños y aniversarios. La conciencia del tiempo es tan esencial para nuestra supervivencia que puede que sea el mejor calibrado de nuestros sentidos. En pruebas de laboratorio, la gente puede distinguir entre sonidos separados por tan poco como 5 milisegundos, y nuestro registro involuntario del tiempo es aún más rápido. Si uno camina por la jungla y un tigre ruge en medio de la maleza, el cerebro procesará el sonido instantáneamente comparando cuándo llegó a cada uno de los oídos y triangulando los 3 puntos. La diferencia puede ser tan pequeña como 9 millonésimas de segundo.

Sin embargo, “el tiempo cerebral”, como lo llama Eagleman, es intrínsecamente subjetivo. “Intente este ejercicio”, sugiere en un ensayo reciente. “Deje este libro y vaya a mirarse en el espejo. Ahora, mueva sus ojos de un lado a otro, de modo que se mire al ojo izquierdo, luego al derecho, luego al izquierdo de nuevo. Cuando sus ojos cambian de una posición a la otra, se toman su tiempo para moverse y aterrizar en la otra ubicación. Pero aquí está la cosa: uno nunca ve que los ojos se muevan”. No hay pruebas de ningún bache en la percepción –no hay tramos oscuros como pedazos de película en blanco–, y sin embargo mucho de lo que uno ve ha sido editado. El cerebro ha tomado la complicada escena de los ojos yendo y viniendo y la ha rearmado como una muy simple: los ojos miran derecho. ¿Adónde fueron los momentos perdidos?

La pregunta plantea una cuestión fundamental sobre la conciencia: ¿cuánto de lo que percibimos existe fuera de nosotros y cuánto es producto de nuestra mente? El tiempo es una dimensión como cualquier otra, fijada y definida hasta sus menores incrementos: milenios a microsegundos, siglos a oscilaciones de cuarzo.

Sin embargo, la información rara vez refleja nuestra realidad. Los movimientos rápidos de los ojos en el espejo, conocidos como movimientos sacádicos, no son lo único que es eliminado por la edición. El sacudirse de la cámara de nuestra visión cotidiana es emprolijado de igual modo, y nuestros recuerdos son, a menudo, revisados en forma radical. ¿Qué más nos estamos perdiendo? (…)

Hace unos años, Eagleman volvió a pensar en su caída del techo y decidió que planteaba una pregunta interesante para la investigación. ¿Por qué el tiempo se vuelve más lento cuando tememos por nuestras vidas? ¿Nuestro cerebro mete un cambio por unos pocos segundos y percibe el mundo a media velocidad o hay algún otro mecanismo en funcionamiento? (…)

Eagleman remonta su investigación a los psicofísicos de Alemania a fines del siglo XIX, pero su verdadero antepasado puede ser el fisiólogo norteamericano Hudson Hoagland. A principios de los ’30, Hoagland propuso uno de los primeros modelos de cómo el cerebro lleva la cuenta del tiempo, basado, en parte, en el comportamiento de su esposa cuando tuvo fiebre. Ella se quejaba de que él había estado lejos demasiado tiempo, recordó él luego, cuando sólo se había ido por poco. Así que le propuso realizar un experimento: ella contaría 60 segundos mientras él lo medía con su reloj. No es difícil imaginar la molestia de ella ante la sugerencia o la suficiencia de él después: cuando el minuto de ella terminó, el reloj de él había contado 37 segundos. Hoagland repitió el experimento una y otra vez, presumiblemente pese a las objeciones de su mujer en el delirio (su fiebre subió por encima de los 40ºC).

El resultado fue uno de los gráficos clásicos de la literatura sobre la percepción del tiempo: cuanto más alta su temperatura, descubrió Hoagland, más corta su estimación del tiempo. Como un motor de carreras, su reloj mental iba más rápido cuanto más caliente.

Los psicólogos pasaron las siguientes décadas tratando de identificar este mecanismo. Trabajaron con ratones, ratas, peces, tortugas, gatos y palomas; luego pasaron a monos, niños y adultos con el cerebro dañado. Los sometieron a shocks eléctricos, los ataron a cascos calientes, los sumergieron en baños de agua y los irritaron sus sus clicks insistentes, esperando acelerar o aletargar sus relojes internos.

Hoagland creía que esta conciencia del tiempo era un “proceso químico unitario” ligado al metabolismo. Pero estudios posteriores sugirieron una mezcolanza de sistemas, cada uno dedicado a una escala de tiempo diferente –el equivalente cerebral de un dial, un reloj de arena y un reloj atómico. “La Madre Naturaleza es un chapista, no un ingeniero”, dice Eagleman. “No inventa algo y lo tacha de la lista. Todo son capas sobre capas, unas encima de otras, y eso le da una fortaleza tremenda”. El mal de Parkinson puede dañar nuestra capacidad para registrar intervalos de unos pocos segundos, por ejemplo, pero deja intacto el conteo de lapsos menores a un segundo.

Cuántos relojes contenemos no está claro todavía. Los más recientes trabajos de la neurociencia dan la imagen del cerebro como un ático victoriano, lleno de objetivos extraños, etiquetados en forma vaga, que hacen tic tac en cada rincón. El reloj circadiano, que lleva el registro del ciclo del día y la noche, acecha en el núcleo supraquiasmático, en el hipotálamo.

El cerebelo, que gobierna los movimientos musculares, puede controlar el registro del tiempo del orden de segundos o minutos. Los ganglios basales y varias partes del córtex han sido nominados como contadores de tiempo, aunque hay algunos desacuerdos sobre los detalles.

El modelo estándar, propuesto por el fallecido psicólogo de Columbia, John Gibbon, en los '70, sostiene que el cerebro tiene neuronas “marcapasos” que liberan pulsos firmes de neurotransmisores. Más recientemente, en Duke, el neurocientífico Warren Meck ha sugerido que el conteo del tiempo es gobernado por grupos de neuronas que oscilan en diferentes frecuencias.

En U.C.L.A., Dean Buonomano cree que hay áreas en todo el cerebro que funcionan como relojes, sus tejidos haciendo tick tack con redes neuronales que cambian según patrones predecibles. “Imagine un rascacielos de noche”, me dijo. “Alguna gente del piso superior trabaja hasta medianoche, mientras que los del piso inferior se pueden ir a la cama temprano. Si uno estudia el patrón lo suficiente, puede indicar qué hora es sólo mirando qué luces están encendidas”.

El tiempo es no es como otros sentidos, dice Eagleman.

La vista, el olfato, el tacto, el gusto y el oído son relativamente fáciles de aislar en el cerebro. Tienen funciones discretas que rara vez se superponen: es difícil describir el gusto de un sonido, el color de un olor o el aroma de un sentimiento (a menos, por supuesto, que uno tenga sinestesia –otra de las obsesiones de Eagleman). Pero un sentido del tiempo está enhebrado en todo lo que percibimos. Está en el largo de una canción, en la persistencia de un aroma, el resplandor de un bulbo luminoso. “Siempre hay un impulso hacia la frenología en la neurociencia –hacia decir: ‘Aquí está el lugar donde ocurre’”, me dijo Eagleman. “Pero lo interesante acerca del tiempo es que no hay un lugar. Es una propiedad distribuida. Es una metasensorialidad: cabalga sobre todas las demás”.

El misterio real es cómo está todo coordinado. Cuando uno mira un partido de pelota o muerde un hot dog, los sentidos están en perfecta sincronía: miran y escuchan, tocan y gustan la misma cosa al mismo tiempo.

Sin embargo, operan en velocidades fundamentalmente diferentes, con diferentes aportes. El sonido viaja más lentamente que la luz, y los olores y gustos más lentamente todavía. Aún si las señales llegaran al cerebro al mismo tiempo, serían procesadas a diferente velocidad. La razón de que una carrera de 100 metros comience con un disparo de pistola en lugar de con una explosión de luz, señaló Eagleaman, es que el cuerpo reacciona mucho más rápidamente al sonido. Nuestros oídos y córtex auditivo pueden procesar una señal 40 milisegundos más rápido que nuestros ojos y córtex visual –más que compensando la velocidad de la luz. Es otro vestigio, quizás, de nuestros días en la jungla, cuando oíamos a un tigre mucho antes de verlo.

En el ensayo de Eagleman “Brain Time” (Tiempo cerebral), publicado en la antología de 2009 “What’s Next? Dispatches on the Future of Science” (“¿Qué viene? Despacho sobre el futuro de la Ciencia”, toma prestado un concepto de “Ciudades Invisibles” de Italo Calvino. El cerebro, escribe, es como Kublai Khan, el gran emperador mongol del siglo XIII. Se sienta en el trono del cráneo, “encerrado en silencio y oscuridad”, en un altivo refugio de la brutal realidad. Los mensajeros llegan en torrentes desde cada rincón del reino sensorial, trayendo noticias de vistas, sonidos y olores distantes. Sus informes llegan a diferentes ritmos, a menudo largamente desactualizados, y sin embargo los detalles son cosidos juntos en una cronología sin costuras a la vista. La diferencia es que Kublai Khan estaba recomponiendo el pasado. El cerebro está describiendo el presente –procesando resmas de datos inconexos al vuelo, editando todo en un ahora instantáneo. ¿Cómo lo logra? (…)

En un trabajo publicado en Science en 2000, por ejemplo, Eagleman señaló una ilusión óptica conocida como el efecto de flash-lag. La ilusión puede asumir muchas formas, pero en la versión de Eagleman consiste de un punto blanco que aparece en una pantalla mientras un círculo verde pasa por ella. Para determinar dónde el punto tocará el círculo, descubrió Eagleman, la mente de los sujetos tenía que viajar atrás y adelante en el tiempo. Veían resplandecer el punto, luego miraban el movimiento del círculo y calculaban su trayectoria, luego volvían y ubicaban el punto en el círculo. No era una cuestión de predecir, escribió, sino de post-decir.

Algo similar ocurre en el lenguaje todo el tiempo, me contó Dean Buonomano. Si alguien dice: “El ratón (mouse) sobre el escritorio está roto”, la mente de uno convoca una imagen diferente que si uno oye “el ratón (mouse) sobre el escritorio está comiendo queso”. El cerebro de uno registra la palabra “mouse”, espera por su contexto y sólo después regresa para visualizarla. Pero el lenguaje deja tiempo para pensarlo dos veces. El efecto flash-lag parece instantáneo. Es como si la palabra “mouse” (ratón) fuera cambiada por “track pad” antes, incluso, de haberla oído.

La explanación para esto es, a la vez, simple y profundamente extraña. Eagleman primero la describió cuando veníamos de Houston (…) “Imagine que hay un accidente en la autopista, más adelante”, comenzó. ”Uno de estos autos se estrella contra ese puente”. Si el choque ocurriera 100 yardas más allá, veríamos el auto dar contra el puente en silencio. Al sonido, como al retumbar de un trueno, le tomaría un momento llegar hasta nosotros. Cuando más cerca el impacto, más corta la demora, pero sólo hasta cierto punto: a 110 pies, la visión y el sonido se unirían súbitamente. Bajo ese umbral, explicó Eagleman, las señales llegan al cerebro a 100 milisegundos una de otra, y cualquier diferencia en su procesamiento es borrada. En los primeros días de la televisión, me apuntó Eagleman, las estaciones advirtieron un fenómeno similar. Los ingenieros se metieron en un montón de problemas para sincronizar sonido e imagen, pero pronto se volvió claro que ese perfeccionismo era inútil. En tanto el lapso de diferencia fuera inferior a cien milisegundos, nadie lo notaba.

El margen de error es sorprendentemente amplio. Si el cerebro puede distinguir sonidos tan poco distantes como cinco milisegundos, ¿por qué no advertimos una demora veinte veces más larga? Una posible respuesta comenzó a emerger a fines de los '50, en el trabajo de Benjamin Libet, un fisiólogo de la University of California, en San Francisco. Libet trabajaba con pacientes de un hospital local que habían sido internados para cirugía neurológica y a quienes se había perforado el cráneo para exponer su córtex.

En un experimento, usó un electrodo para someter a un shock el tejido cerebral con pulsos eléctricos. El córtex está conectado directamente con la piel y varias partes del cuerpo, de modo que los sujetos sentían un cosquilleo en el área correspondiente. Pero no enseguida: el shock no era registrado durante medio segundo –una eternidad en tiempo cerebral. “Las implicaciones son muy sorprendentes”, escribió luego Libet. "No somos conscientes del verdadero presente. Llegamos siempre un poco tarde”.

Los hallazgos de Libet han sido difíciles de replicar (hacer zapping en el cerebro expuesto de un paciente no se ve bien en estos días) y aún son materia de controversia. Pero para Eagleman tienen mucho sentido. Como Kublai Khan, dice, el cerebro necesita tiempo para acomodar la historia. Reúne toda la evidencia de nuestros sentidos y sólo entonces nos la revela. En cierto sentido, es una idea profundamente contraintuitiva. Toquen una brasa con los dedos o pínchense con una aguja y el dolor es inmediato. Lo sienten ahora –no en medio segundo. Pero percepción y realidad están a menudo un poco fuera de registro, como mostraba el experimento de movimientos sacádicos. Si todos nuestros sentidos están ligeramente demorados, no tenemos contexto según el cual medir una determinada demora. La realidad es la transmisión demorada de una grabación, cuidadosamente censurada antes de que nos llegue.

“Vivir en el pasado puede parecer una desventaja, pero es un costo que el cerebro está dispuesto a pagar”, dijo Eagleman. “Está tratando de componer la mejor historia posible acerca de lo que ocurre en el mundo, y eso toma tiempo”.

El tacto es el más lento de los sentidos, dado que la señal tiene que atravesar la columna desde tan lejos como el pulgar del pie. Esto podría significar que la demora general está en función del tamaño del cuerpo: los elefantes pueden vivir un poco más en el pasado que los colibríes, y los humanos están en algún punto del medio entre ambos. Cuanto más pequeño es uno, más vive en el momento presente (Eagleman sospecha que la velocidad de un llamado de celo de un animal –desde el piar de un herrerillo al canto de la ballena jorobada—es representativo de su sentido del tiempo). “Mencioné alguna vez esto en una entrevista con National Public Radio y fui inundado por e-mails de gente pequeña”, contó Eagleman. “Estaban tan complacidos. Por un día, fui el héroe de la gente pequeña” (…)

Una de las sedes de la emoción y la memoria en el cerebro es la amígdala, explicó. Cuando algo amenaza tu vida, esta área parece entrar en un super-funcionamiento, registrando hasta el último detalle de la experiencia. Cuanto más detallado el recuerdo, más largo parece el momento. “Esto explica por qué pensamos que el tiempo se acelera cuando nos hacemos más viejos”, indicó Eagleman —por qué los veranos de la niñez parecen no tener fin, mientras que la vejez pasa mientras estamos dormitando. Cuando más familiar se vuelve el mundo, menos información registra el cerebro, y más rápido parece pasar el tiempo (…)

“Recibí e-mails de paracaidistas y policías y conductores de autos veloces, gente que pasó por accidentes de motocicleta o de auto”. Una carta era de un ex curador de un museo que había tirado accidentalmente una vasija Ming. “Contó que a la cosa le tomó una puta eternidad caer de una vez”, contó Eagleman.

En los años por venir, planea estudiar las historias –unas doscientas hasta ahora–, regresando a sus autores con un cuestionario. Mientras tanto, es fácil encontrar hilos comunes –no sólo la sensación de que el tiempo se vuelve más lento, sino la extraña calma y el toque de irrealidad que recuerda de su propia caída en la infancia. En una historia, un hombre es arrojado de su motocicleta después de chocar contra un auto. Mientras se desliza por el camino, quizás hacia su muerte, oye cómo rebota su casco contra el asfalto. El sonido tiene un ritmo pegadizo, piensa, y se descubre componiendo una cancioncita en su cabeza (…)

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