Existen datos bioquímicos, genéticos y psicopatológicos que relacionan claramente la impulsividad con depresión, ansiedad, agresión y suicidio. De hecho, en el caso concreto de la conducta suicida, esta relación es tal que los expertos consideran que es un factor de predisposición importante en alrededor del 70% de dichas conductas.
La impulsividad no es una enfermedad, es un síntoma integrante de gran parte de la patología psiquiátrica, que está asociado a trastornos como el suicidio, la depresión y la ansiedad, las adicciones, la bulimia, la esquizofrenia, el juego patológico o el trastorno por déficit de atención con hiperactividad entre otros. En este sentido, se puede afirmar que entre el 15 y el 25% de la población padece trastornos por impulsividad patológica.
Aunque la prevalencia de los trastornos del impulso como tales -sin estar asociados a otras patologías psiquiátricas- es baja, la prevalencia de la impulsividad asociada a otras patologías psiquiátricas como trastornos de la conducta alimentaria, juego patológico o dipsomanía (en las que la impulsividad seria la patología nuclear) aumenta considerablemente. Además, desempeña un papel importante como síntoma asociado en otras muchas enfermedades mentales, como los trastornos bipolares, la esquizofrenia, ciertas deficiencias mentales, etc., llegando en muchas ocasiones a ser la clave de su diagnóstico, aclara el doctor Salvador Ros Montalbán, Director Médico del Instituto Europeo de Neurociencias (IDN).
De todas formas (y como casi todos hemos experimentado) la impulsividad no siempre es mala. A pesar de que tiende a considerarse como una característica negativa, puede desempeñar un importante papel en el comportamiento normal de las personas, puesto que la impulsividad moderada puede ser evaluada como un rasgo socialmente beneficioso y admirado (decisión, rapidez en las respuestas). La intensidad de la impulsividad es la que la convierte en patológica o disfuncional (con predisposición a reacciones rápidas, no planeadas, ante estímulos internos o externos, sin considerar las consecuencias negativas de esas acciones).
La impulsividad se convierte en patológica cuando, frente a una determinada situación, el individuo no puede demorar el momento de satisfacer una necesidad. Cuando una persona no puede controlar la necesidad, por ejemplo, de beber o de comer, pueden aparecer conductas alcohólicas o bulímicas, si no puede demorar una relación sexual, aparece la adicción al sexo. Puede ocurrir, igualmente, que el individuo experimente una cierta incapacidad en el control de la relación en situaciones sociales y se sienta irritado y molesto reaccionando con agresividad e incluso con violencia. En definitiva, hablamos de impulsividad patológica cuando la persona es incapaz de inhibir una respuesta que en condiciones normales debería poder ser controlada, explica Ros.
Existen diferentes estrategias psicofarmacológicas para el tratamiento de los trastornos del control de impulsos: cuando este trastorno acompaña a otra patología de base, el tratamiento se dirige fundamentalmente a la principal patología, y cuando se trata de trastornos puros tradicionalmente se han empleado antidepresivos inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina y antipsicóticos, pero en los últimos años la aparición de nuevos anticonvulsivantes o antiepilépticos está relegando a estos fármacos a un segundo lugar.
En la actualidad, contamos con una nueva generación de fármacos antiepilépticos eficaces en el tratamiento de la conducta impulsiva -dice Ros-. En concreto, topiramato ha demostrado en numerosos estudios (doble ciegos, abiertos, pilotos, , etc.) ser un tratamiento eficaz para tratar la impulsividad en distintos tipos de patología psiquiátrica: con su utilización disminuyen todos los aspectos relacionados con la urgencia o necesidad de llevar a cabo una conducta impulsiva. Además, cuenta con unos índices de tolerancia y seguridad muy interesantes.
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