Un nuevo estudio viene a reavivar la disputa entre quienes se preguntan qué pesa más en la inteligencia de un niño, si los genes o la crianza. Sus autores aseguran que depende del estatus socioeconómico de cada familia.
CUANDO UNA PERSONA tiene los ojos azules, es alta o morena, es fácil saber la causa: la genética de sus padres o sus abuelos es, obviamente, la que determina estas caraterísticas. Sin embargo, a la hora de hablar del carácter de un niño, de su creatividad, su talento para los deportes o sus habilidades artísticas, la cosa no es tan fácil. ¿Es el mejor en matemática porque alguno de sus papás le heredó un gen específico o tendrá que ver con que desde pequeño lo incentivaron a explorar esa área?
Nature or nurture, dicen los estadounidenses. La eterna disputa entre la responsabilidad de la naturaleza o de la crianza sobre las particularidades que nos determinan como personas, y que durante muchos años ha tenido de cabeza a los investigadores de todo el mundo. En cuanto a la inteligencia, por ejemplo, ¿qué será más importante? ¿La genética o la crianza? Ahora, un nuevo estudio logra inclinar la balanza y su conclusión es que... depende. Y nada menos que de la cantidad de dinero de la familia.
La investigación de los especialistas Elliot Tucker-Drob, Mijke Rhemtulla, K. Paige Harden, Eric Turkheimer y David Fask fue publicada en la revista de la Asociación de Ciencias Sicológicas de Estados Unidos. Ya segura que la habilidad cognitiva de los niños es un rasgo determinado por la genética, pero sólo en ciertos sectores socioeconómicos. En otros, la gran responsabilidad de estas aptitudes la tiene la crianza.
Los investigadores de las universidades de Texas en Austin, Virginia y British Columbia usaron a 750 parejas de gemelos. La primera medición se realizó cuando tenían 10 meses. En ese momento, la genética no tenía casi ningún impacto sobre el desarrollo del coeficiente intelectual de los niños, sin importar su estrato. Sin embargo, cuando llegaron a los dos años, momento de la segunda medición, los datos arrojaron resultados muy distintos: para ese instante, la genética había sido la responsable del 50% de la variación de las habilidades cognitivas de los niños de los hogares más privilegiados, pero, curiosamente, seguía sin tener incidencia en los sectores más pobres, donde la crianza de los niños se llevaba toda la responsabilidad de sus aptitudes intelectuales.
El investigador Eric Turkheimer, que participó de este estudio y que ha liderado otros tantos en esta área, explica a La Tercera que la razón es simple: los malos ambientes suprimen la posibilidad de expresión de las características genéticas. El especialista lo ilustra así: "Imagínate que tienes un puñado de semillas que contienen potencialidad genética para que las plantas alcancen cierta altura. Si las siembras en buena tierra, la variación en el crecimiento de las plantas será genética. Pero si las siembras en un mal suelo, las plantas serán pequeñas y la variabilidad genética no será visible".
Tucker-Drob, por su parte, reafirma esta idea y descarta, desde Estados Unidos, que este cambio pueda ser atribuido a otras condiciones, que también son parte del desarrollo intelectual de los niños: "Como encontramos que estas diferencias emergen entre los 10 meses y los dos años, o sea, mucho antes de que los niños comiencen el colegio, sabemos que no son simples variaciones en la calidad de la educación que entregan los establecimientos", dice el experto. No, porque finalmente, en los sectores más desprotegidos, la crianza tiene un peso enorme. Tucker-Drob señala que "las diferencias en la calidad de los ambientes en la primera infancia parecen ser la clave. No lo sabemos aún con certeza, pero algunas posibilidades para estos resultados pueden incluir la mala nutrición, la cantidad de tiempo que se pasa con los hijos y la calidad de la interacción entre los padres y los hijos", afirma, todos elementos relacionados al nivel socioeconómico de una familia, que incluye sus ingresos, educación y actividades cotidianas.
Ya existían algunos antecedentes que apuntaban en esta misma dirección. Un estudio de la Universidad de Virginia que también midió en dos ocasiones a niños de distintos estratos (a los ocho meses y a los siete años), por ejemplo, concluyó que el cambio en el coeficiente intelectual en los niños entre una evaluación y otra variaba de acuerdo al estatus socioeconómico de la familia. "Este modelo sugiere que en las familias más pobres, 60% de la variación del C.I. es consecuancia del ambiente y la contribución de los genes es cercana a cero; en las familias más pudientes, el resultado es casi exactamente el inverso", indica el estudio. A diferencia de la investigación dada a conocer recientemente, en el estudio de la U. de Virginia la segunda medición se realizó cuando los niños ya llevaban por lo menos dos años de educación formal.
Pero a pesar de que la determinación de estos rasgos es sumamente poderosa y de que sus efectos pueden verse incluso hasta entrada la adultez, lo bueno es que es posible modificarlos con los estímulos correctos. Así lo sostiene Turkheimer: "Hay mucha evidencia que indica que los efectos de los malos ambientes pueden revertirse cuando los niños crecen. La mejor prueba proviene de la adopción de los niños de los orfanatos y de familias muy pobres. Estos niños tienen bajo coeficiente intelectual al comienzo, pero si son puestos en un buen ambiente, se recuperan rápidamente".
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