Recuperar la autoridad es el mayor desafío que enfrentan hoy los padres de los adolescentes.
Vivimos un tiempo cada vez más difícil en lo que concierne a la dificultad con que tropiezan los padres de familia para ponerles a sus hijos adolescentes determinados límites en el plano de la conducta, con el fin natural de protegerlos y de velar por su seguridad y bienestar. Existe hoy entre los padres la fundada sensación de que sus hijos afrontan cotidianamente toda clase de riesgos, sobre todo en sus salidas nocturnas. Sienten que la noche los expone a los estragos de la droga o del alcohol, a los accidentes automovilísticos, a los secuestros, a los robos y, en suma, a los múltiples e imprevisibles desbordes de violencia o de perversión que los acechan tanto en los lugares de diversión más concurridos como en la patética y ocasional soledad de alguna calle transitada por malvivientes o violadores.
Los encuestadores que han investigado el tema coinciden en señalar que, en muchos casos, los padres de familia enfrentan no sólo esos miedos y esas amenazas externas, sino también sus propios fantasmas o miedos interiores, que les impiden ejercer la autoridad necesaria ante sus hijos.
“Cuando un padre o una madre discute con sus hijos, siempre le resulta más fácil decir que sí y le es mucho más difícil decir que no”, aseguró una conocida psicóloga y encuestadora social, cuya opinión apareció registrada en un extenso informe periodístico publicado recientemente. Y agregó: “Para los padres de familia, decirle que sí a un adolescente es siempre más fácil y más tentador, pues ahorra tiempo en discusiones y justificaciones desgastantes”. No obstante, los padres consultados reconocen, en su mayoría, que han tomado conciencia, a la larga, de que deben aprender a decir que no, en determinados casos, en el diálogo con los hijos adolescentes aun cuando ello les demande un gran esfuerzo moral.
Los padres admiten que el peor enemigo que deben afrontar y derrotar es ese fantasma interior que los lleva a decir que sí cuando discuten con sus hijos. En las distintas encuestas, extendidas principalmente a familias de clase media de la Capital Federal, se señala que sólo el 4% de los padres de chicos de entre 13 y 18 años se siente con la autoridad necesaria para prohibir la salida nocturna de sus hijos en los casos en que resulta evidente que esa salida implica un riesgo inocultable. Sin embargo, los informes consignan que nueve de cada diez padres de familia se sienten al mismo tiempo llenos de miedo y experimentan una honda mortificación y una fuerte sensación de inseguridad cuando sus hijos adolescentes salen por la noche.
Las investigaciones revelan, por otro lado, que entre los chicos entrevistados constituyen una minoría los que admiten sentirse inseguros cuando salen. La mayoría afirma que no pasa nada.
El avance del consumo de drogas, la tendencia creciente de los sectores juveniles al consumo indiscriminado de alcohol o el imperio de la violencia en sus múltiples formas y variantes revelan que hay razones sobradas para seguir de cerca y con preocupación los pasos que cotidianamente dan los jóvenes y los adolescentes cuando salen diariamente de sus hogares a buscar esparcimiento o diversión.
Nadie puede ignorar, entonces, que los padres de familia tienen hoy la obligación moral de esforzarse para recuperar la autoridad que habrá de llevarlos a ponerles límites a sus hijos en la medida en que un elemental ejercicio de racionalidad indique que puedan estar expuestos a riesgos ciertos o inocultables. Para eso es fundamental que se restablezca en todos los casos un diálogo pleno y constructivo entre padres e hijos, fruto no sólo del afecto natural sino también de una compartida aptitud por analizar la realidad, en cada caso, con madurez y realismo. No deben existir “miedos” ni “fantasmas interiores” a la hora en que los padres se sientan a dialogar con sus hijos y a decidir sobre cuestiones que habrán de condicionar sus destinos personales o sus modos de vida. Ni puede haber razón alguna para que los padres renuncien a ese deber natural que los obliga a determinar
y fijar los límites que sus hijos deben respetar en sus actividades cotidianas para defender su propia seguridad moral y física, y para proyectar y construir sus propias vidas en armónica y equilibrada relación con los valores que ellos mismos tienen el compromiso de preservar.
Que los padres asuman el compromiso, y la autoridad, de poner límites racionales y firmes a las conductas de sus hijos. Que los hijos acepten esa realidad natural concebida para darles seguridad y bienestar, y para asegurarles el mejor futuro posible. Y que la sociedad entera comprenda que ese entendimiento entre padres e hijos es parte fundamental de una cultura que emana de su propia naturaleza y que tiende a garantizar la continuidad de los vínculos reales y el crecimiento hacia una vida mejor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario