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domingo, 13 de septiembre de 2009

Chocolate y neuroimagen


Recientemente se ha publicado en Diario Médico, una reseña con el título literal: “La adicción al chocolate y a la pizza provoca la misma respuesta cerebral que a la droga”. La noticia se refiere a una también reciente investigación publicada en Neuroimage, en la que se observó que 12 personas sanas expuestas a la contemplación, olor y sabor de sus alimentos favoritos, activaron regiones cerebrales que se excitan cuando las personas adictas a la cocaína piensan en su consumo. En concreto, esta exposición a sus alimentos favoritos aumentó notablemente (en un 24 %) el metabolismo especialmente en la ínsula anterior, la circunvolución temporal superior y la corteza orbitofrontal (COF). La participación de esta última zona da pie a que los autores a sustentar la teoría de que la publicidad de los alimentos repercute en la epidemia de obesidad que afecta a Estados Unidos. Diario Médico recoge la siguiente afirmación del director del estudio, Gene-Jack Wang: "Estos resultados explicarían los efectos perniciosos de la exposición constante a los estímulos alimentarios, como la publicidad, las máquinas expendedoras, los canales de alimentos y la exhibición de comidas elaboradas en algunas tiendas".

Lamentablemente en internet sólo puede leerse sin pagar al abstract del artículo, por lo que habrá que contarlo a quienes no puedan acceder al texto completo. Digamos para empezar que es un estudio con PET, acompañado de esas láminas con colorines que resultan tan vistosas incluso a los que no tenemos idea de cómo interpretarlas, entre cuyos figura Nora Volkow, directora del Instituto Nacional sobre el Abuso de Drogas de los EEUU.

Los probandos son personas no obesas ni bulímicos, ni adictos a sustancias; no han sufrido traumatismos cráneo-encefálicos, ni padecen trastornos mentales o enfermedades sistémicas que pudieran afectar a la función cerebral; son personas normales y corrientes, vamos. El experimento consistió en exponerles estímulos “neutros” o los estímulos alimenticios de su agrado, a la vista, olfato o gusto (en este último caso, con una torunda impregnada en agua en el modelo neutro o en la comida de su agrado en el modelo alimentario). Todo ello se hizo tras un ayuno de entre 17 y 19 horas, con lo que los sujetos debían tener una cierta gusa.

Como se recoge en la reseña de Diario Médico, en la exposición a alimentos se activaron determinadas áreas cerebrales, algunas de las cuales tienen que ver con centros olfativos y gustativos, pero también se “enchufó” la COF, que se ponía naranja y roja (colores indicadores de alta actividad metabólica). Según recuerdan los autores, esta zona del cerebro viene a ser una especie de corteza gustativa secundaria, gracias a sus conexiones con la ínsula, el estriado y la amígdala, y participa en procesos gustativos positivos y negativos.

En el estudio resultó estar especialmente activa la zona posterior izquierda de la COF, pero puesto que no se asoció con sensación de hambre o deseo de comer, la conclusión es que lo que la excitó fue el olor y el sabor de los alimentos. Además, la COF recibe abundantes conexiones dopaminérgicas que determinan en parte la búsqueda o el deseo de alimento. También se ha demostrado que en el craving por cocaína también se activa la COF, por lo que nos encontramos con que en esta esquina del cerebro confluyen aspectos y dimensiones tan variadas como la apetencia, el craving, la siempre malintencionada inervación dopaminérgica y la búsqueda de alimento. Como corolario, los autores deducen que el cerebro humano es muy sensible a la presentación de estímulos alimenticios, lo que dado que hoy en día tales estímulos son ubicuos en nuestro entorno (publicidad, tiendas, máquinas dispensadoras), podría explicar la actual epidemia de obesidad. Dicho de otra manera: los estímulos ligados a la comida nos gustan, nos atraen y activan una zona del cerebro en la que hay funciones variadas ligadas a distintas formas de apetencia. Si unimos esta disposición cerebral a la publicidad y a la disponibilidad de alimentos en nuestras opulentas sociedades occidentales tendremos la explicación neurocientífica a lo mucho que comemos y a lo gordos que estamos.

Debo reconocer que tanto colorín y tanta alusión a autopistas dopaminérgicas cerebrales impone bastante, pero en pro del avance de la ciencia querría hacer algunas sugerencias: ¿por qué no estudiar qué pasa en la COF en filatélicos expuestos a sellos raros o deseables?, ¿qué tal si pasamos por el PET a seguidores del Barça expuestos a los primeros toques de balón en una jugada de Ronaldinho?, ¿qué pasaría si con un esquema más o menos similar al de este estudio vemos con PET qué pasa en el cerebro de personas expuestas a situaciones apetecibles en ámbitos ligados a otras formas de necesidades o placeres cuya naturaleza dejo imaginar al lector?

Lamentablemente, la principal impresión que (me) da leer el artículo es que es una pena que se hayan gastado tantos dólares en esto. También da la sensación de que no siempre es fiable la forma en que se resumen, en prensa médica o lega, los hallazgos de los artículos: en el original no hay ninguna referencia a la adicción al chocolate o a la pizza. Un aspecto chocante del estudio (lo que las personas que entienden de esto llamarían un methodological flaw) es que es muy discutible que los probandos sean gente normal. Una docena de personas entre cuyos alimentos más sabrosos y apetecibles, además de cosas presentables como el chocolate, figuren el sándwich de bacon, huevo y queso, el bollo de canela, la pizza, la hamburguesa con queso, el pollo frito, la lasaña y la barbacoa de costillas dan más la impresión de perversos alimentarios que de personas normales, por mucho que también les guste el alimento de los dioses. Por cierto: una sugerencia para la APA: ¿qué tal si incluimos las parafilias alimentarias en el DSM-V como algo diferente de la pica o alotriofagia?

Como crítica positiva o favorable, hay que reconocer la contribución del estudio a la prevención de riesgos laborales, ya que los autores sugieren que las personas que trabajan con alimentos (por ejemplo, los chefs de restaurante) tienen un riesgo especial de sobrealimentación (y obesidad) al estar expuestos a tanto estímulo apetecible para su COF. A partir de esta constatación, debemos plantearnos que se acostumbre a los alumnos de las escuelas de hostelería a trabajar con pinzas en la nariz para al menos eliminar un canal de estímulo y seducción alimentaria. En los casos más severos de chefs gorditos se podría proponer la cauterización de los nervios olfatorios, o la forzada insipidazión de los alimentos mediante intervenciones agresivas sobre la lengua. Pobre Arzak...

Nos encontramos pues ante un trabajo que profundizará en esa fructífera línea de investigación que pretende demostrar que nuestra organización cerebral nos convierte en marionetas expuestas a un entorno en el que fuerzas perversas manejan los hilos que nos mueven. A partir de casos clínicos de compulsiones o adicciones acabaremos concluyendo que todos podemos ser adictos porque compartimos un cerebro adictizable al mundo, el demonio y la carne. La irrupción de la tecnología en la investigación sobre la conducta humana no aporta tanto a la fe en la autonomía y libertad de los individuos como al replanteamiento en términos neurocientíficos de los mensajes religiosos sobre la debilidad del ser humano, tan arraigados que afloran siempre, aunque sea revestidas de hallazgo científico.

Sería estupendo que alguien hiciera un estudio con PET para ver de que color se pone la COF cada vez que tenemos a nuestro alcance una excusa o una argumentación autoexculpatoria. Da la sensación que sería carmesí.



Fuentes:

Wang GJ, Volkow ND, Telang F, et al. Exposure to appetitive food stimuli markedly activates the human brain. Neuroimage 2004; 21: 1790-7 [Abstract]

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